lunes, 12 de marzo de 2007

El cuaderno gris. Josep Pla.

Los libros grandes nos impresionan. Cuatrocientas, quinientas, seiscientas páginas....¿quien tiene tiempo para leer algo así en nuestra época de prisas y caducidad instantánea de modas y noticias? Es un esfuerzo que requiere paciencia y perseverancia, pero que generalmente compensa. A finales de año me sentí tan satisfecho de finalizar las ochocientas y pico páginas de Guerra y Paz que tengo pendiente dedicarle una entrada con las impresiones al respecto.

Y a pesar de ello, esos libros están ahí. Y nos esperan. Como me esperó "El cuaderno gris" de Josep Pla.

Creo que empecé con él hace más de tres años y se había quedado arrinconado, después de un par de intentos, en un estante de mi casa de León. En un viaje reciente lo retomé. Fue lectura de autobús y de avión, y vuelto a la rutina cotidiana, descansa en mi mesilla de noche y me ofrece un buen rato todos los días.

Y también me liga con referencias a mi pasado y a mi presente.

El cuaderno gris es un dietario en el que un joven Pla, de incipiente vocación periodística y literaria va dejando una semblanza diaria de su vida en los años 1918-19. Pla tiene entonces veintiún años y nos escribe de su vida en Palafrugell, de la Barcelona de las epidemias de gripe y movimientos revolucionarios, de su vida de estudiante, de sus amigos, sus inquietudes vitales e intelectuales....

En un comentario (27 de febrero de 1919)sobre su catedrático de Derecho Penal (Cuello Calón) y la referencia a la muerte de su maestro el profesor Pedro Dorado Montero, he recordado mis propias clases de Derecho Penal en León con el profesor Luzón Peña, que los citaba alguna vez. Ayer me di cuenta que no eran personajes de ficción de la teoría del Derecho Penal sino que alguna vez fueron profesores de carne y hueso que paseaban por las tarimas dictando sus clases magistrales.

Y otra entrada del dietario (¿podríamos decir que su "blog", de entonces?), ésta del 18 de Febrero del mismo año y que reproduzco para recordar lo distinto que era el negocio de la banca en el que ahora me desenvuelvo, del que se estilaba entonces:



18 DE FEBRERO - Como la situación en Barcelona continúa siendo muy delicada y no se puede ir a ninguna parte sin que os hagan levantar los brazos, me quedo en casa a trabajar.

A menudo me obsesiono pensando en estos años que he pasado en la universidad. ¿Por qué la gente habla tan a menudo de la alegre vida de los estudiantes? No he llegado nunca a comprender, al menos en mi caso particular, el sentido de estas palabras. A veces recuerdo episodios de esta vida de estudiante.

Para liquidar, primero, el desastroso negocio del arroz de Pals, para poner en marcha, después, la aventura de la plantación de arroz en la provincia de Huesca (en Ariestolas-Montsó), mi padre tuvo que recurrir al expediente normal; lo que vulgarmente se llama la pelota de letras. Esta pelota duró mucho tiempo. Angustió mi juventud. Me hizo pasar horas muy amargas.

Mi padre me escribía desde Palafrugell: «El día 4 vence una letra de 1.800 pesetas. Se deberá ir a pagar a la Banca Magí Valls, plaza de Urquinaona. El día 4 por la mañana, no te muevas de casa. Te enviaré el dinero por el recadero. Cuando lo tengas, ve a la banca y retira la letra. Esto hay que hacerlo con preferencia a cualquier otra cosa, porque es importante.

Hay que conseguir la manera de evitar todos los gastos».

Cuando llegaba el día 4, me quedaba en el piso, para esperar al recadero. Le esperaba con ansia. Podían pasar tres cosas: que el recadero y el dinero llegasen a tiempo. En este caso, todo se reducía a presentarse en la banca, hacer un largo rato de cola y retirar la letra de un empleado huraño y displicente que acababa de hacer un negocio y parecía que os había hecho un favor de una importancia sensacional. Por desgracia, sin embargo, esta posibilidad era una excepción.

Generalmente las cosas seguían otro camino.

El recadero solía presentarse en el piso a las doce y media de la mañana. Había tenido que seguir un determinado itinerario y no había podido llegar antes. Ya en posesión del dinero, bajaba los escalones de cuatro en cuatro, cogía el tranvía hasta la plaza de Catalunya, corría después por la Ronda hasta Urquinaona y subía las escaleras de la banca -pues la banca estaba en un primer piso- galopando. Cuando llegaba delante de la ventanilla, el establecimiento solía encontrarse en los preliminares del término del trabajo. Me situaba en el resto de cola formada delante del agujero. Generalmente ocupaba el último sitio... En esto sonaba la una. El cajero daba entonces una ojeada a las personas que tenía delante. Si descubría en la cola a algún cliente de la casa o algún señor bien vestido, condescendía a trabajar un poco más. Entonces había aún la esperanza de llegar a algún resultado. Pero generalmente, cuando llegaba la hora, la puertecilla de la ventana se cerraba, simplemente, de golpe y porrazo. Nos quedábamos con un palmo de narices. Nos mirábamos en silencio.

Generalmente la gente se iba con la cabeza baja. Se oía cómo bajaban la escalera, paso a paso.

Alguna vez me atreví a golpear con los nudillos el cristal esmerilado. El cajero, con una cara de sorpresa, abría una rendija.

-Es para pagar una letra... -le decía, tímido, casi temblando.

-¡Ha llegado tarde! Las letras se deben pagar antes de las doce...

-Sí, claro... Pero no es culpa mía. El retraso es absolutamente involuntario. El recadero se ha retrasado.

_Y ¿qué quiere que le diga? No puedo perder el tiempo. La letra ha sido protestada... Si se da prisa...

-¿ Dónde tengo que ir?

-Al Colegio de Notarios... Si se da prisa llegará antes del reparto habitual.

Esto pasaba cuando el cajero estaba de buen humor o quizá, cuando le daba lástima. Generalmente estaba ocupado en cosas mucho más importantes y cerraba la ventanilla a las primeras palabras.

Corría, entonces, hasta el Colegio de Notarios. Tuve que ir tan a menudo que el portero llegó a tenerme una cierta simpatía. Me acompañaba a un despacho donde había un señor que llevaba una larga bata amarilla: un escribiente de papel sellado. El portero le decía unas palabras en voz baja. El escribiente desaparecía un rato y volvía con un paquete de letras en la mano. Buscábamos la letra. Nunca dejábamos de encontrada. Ponía el dinero sobre la mesa y él me alargaba el documento.

-¡Son dieciocho pesetas! -decía con un aire envarado mientras me la daba.

Un día, después de registrarme los bolsillos nerviosamente, no pude reunir el dinero de los gastos del Colegio. Sí, ya lo sé.

Dieciocho pesetas es muy poco dinero. Claro. Es una cantidad irrisoria, ridícula, sobre todo cuando se tiene. Cuando no se tiene os puede obligar a hacer un papel ridículo como una casa -absolutamente humillante. El portero tuvo un rapto de confianza y me adelantó las cuatro o cinco pesetas que me faltaban.

Volví al piso a pie y llegué a las cuatro menos cuarto de la tarde, en un estado de vejación doloroso, insoportable.

Pero también podía darse una tercera posibilidad: que mi padre no hubiese podido hacerse con el dinero para el día cuatro y que el recadero lo trajera el día cinco. Entonces, hubiera sido inútil ir a la banca. Iba directamente al Colegio notarial. Explicaba al escribiente de la bata amarilla lo que hacía al caso.

-La letra -me decía- ha entrado en el reparto...

-Sí, sí, claro. ¿A qué notario le ha tocado?

El escribiente abría, con una gran calma, un cajón de su mesa y extraía una lista escrita a máquina. Pasaba la mirada con una lentitud y una parsimonia verdaderamente notariales. La encontraba.

-La tiene el notario Tal, de la calle de Casp -me decía dando una chupada a su cigarrillo de papel amarillento-. Allí la encontrará.

Corría a la notaría del notario Tal de la calle de Casp. Los notarios viven en sitios céntricos y suelen ocupar pisos espaciosos, de techo muy alto, importantes. Suele reinar una calma agradable, un cierto bienestar. Era absolutamente triste tener que entrar en estos pisos con una presunción de mal pagador, con un aire casi de criminal, para retirar una letra protestada.

¡Una letra protestada! ¡Era horrible, insoportable! ¡Tan agradable como hubiera sido entrar en uno de estos pisos para comer con el notario, su señora y las niñas!

Desconfiado e inquisitivo me recibía el pasante de la notaría -el empleado que suele haber en el antedespacho del notario. Estos pasantes que suelen tener la cara pálida y devastada, envejecidos prematuramente, que llevan un manguito de tela negra atado sobre el codo.

-¿Qué se le ofrece, joven? -oíais que os decía.

-Venía a pagar una letra protestada...

Los había que aprovechaban la ocasión para repetir los tópicos jurídicos que habían oído decir.

-Una letra de cambio, joven, es un documento con fuerza ejecutiva.. .

-Por esto venía a pagarla... Tome nota, por favor...

-Muy bien, muy bien... Espere un momento.

El escribiente desaparecía detrás de una puerta oculta tras una cortina, pues, en las notarías, hay siempre una ficción más o menos seria, de secreto. Al cabo de un rato prudencial reaparecía el empleado, seguido de otro señor que no llevaba manguito. Este último señor traía un papel en la mano: era la letra.

-Dígame, por favor, lo que le debo... -decía yo después de depositar sobre la mesa el importe de la letra.

-Son treinta y ocho pesetas...

Este importe variaba según la cuantía de la letra y las horas transcurridas desde el protesto. Pero siempre solían ser treinta y ocho pesetas.

Con la letra en el bolsillo, bajaba las escaleras aligerado, como si me hubiesen quitado un gran peso de encima, pero fatigadísimo: la tensión horrible de dos días me había deshecho los nervios. Al llegar a la calle, me hubiera gustado verlo todo más bonito pero generalmente no veía más que unas motas negras sobre un color amarillento que subían y bajaban ante la vista. A menudo me sentaba en un banco y dejaba pasar un rato con el sombrero en la mano. Sentía en todo el cuerpo como un desfallecimiento. Y, en cuanto me sentía más fuerte, me venía a la memoria la obsesión de que el mes próximo se produciría ineluctablemente la repetición exacta de los mismos hechos.

Educado en la ortodoxia burguesa más estricta, sensible al horror de tener deudas, partidario de pagar y de cobrar religiosamente, no pude adaptarme nunca a aquella situación asfixiante, perentoria y mísera. La pobreza absoluta me hubiera convenido más que la humillación mensual de la pelota de letras. Si me hubiese podido desahogar... Pero ¿desahogarse de qué, con quién? Todo esto pasaba entre mis diecisiete y diecinueve años -en una edad en que no hubiera sabido formular un juicio crítico coherente y plausible-. Por otra parte, mi fidelidad familiar era absoluta: consideraba que mi padre había hecho todo lo que había podido y que si había cometido algún error, era más una consecuencia de la formación que su época le había dado que de algún defecto intrínseco. La única cosa que comenzaba a entrever era el absurdo que supone querer hacer negocios sin tener un auténtico temperamento. Todo este doloroso barullo me llevó a meditar sobre la estrategia que conviene seguir en la vida. Comencé a entrever que, para subsistir simplemente, lo que conviene, antes que nada, es darse cuenta de las propias condiciones negativas. Si la conciencia de estas condiciones desaparece en el deslumbramiento que producen las condiciones positivas -las virtudes, si queréis- los resultados pueden ser fatales. Siempre he creído que el meollo del hueso de la sabiduría socrática: "Conócete a ti mismo», es «Conoce tus defectos».

Y éstos son episodios de mi vida de estudiante. Han influido mucho más sobre mi formación, infinitamente más, que la misma universidad. Decir que desde entonces las letras de cambio, las ventanillas y el engranaje de los protestos me causan horror, sería afirmar algo meramente pintoresco. Me han dejado un horror tal, que si alguna vez me pierdo, es mucho más fácil que me encuentren picando piedra en la carretera que entrando o saliendo de los bancos o haciendo cola en las ventanillas.

Me han dejado una cosa más honda que un movimiento de repulsión: me han dejado un gusto amargo, de ceniza.

(Josep Pla. El cuaderno gris. Circulo de Lectores, Madrid, 1994. Traducción del catalán de Dionisio Ridruejo y Gloria de Ros, pp. 426-431)

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